viernes, 25 de noviembre de 2011

Hijo especial, mama especial... (parte 1 )

Como muchos ya saben (y si no es así les informo) ya soy una feliz mamá.
Alan , mi amado hijo  nació el 12 de agosto del año en curso (como luego dicen) en el Hospital Español a las 12:20 horas bajo el signo de Leo, ascendente en Libra (como su desvelada madre), y luna en Aries (todos datos cortesía de su abuela astróloga).
Alan llegó con un regalo adicional: un cromosoma de más en el par 21 que hacen que tenga lo que comúnmente se llama “síndrome de Down". Lo pongo entre comillas por varias razones. La primera de ellas porque aunque sí configuran una serie de rasgos –tanto físicos como de riesgo, no necesariamente realidad, de salud—no creo en las etiquetas. Mucho menos ahora después de todo lo que he leído al respecto. Me he enfrentado con mis propias ideas preconcebidas al respecto que he descubierto son, en gran parte, fruto de la desinformación. ¿Cómo qué? Bueno, ideas como que tendrá a fuerzas un severo retraso mental, como que nunca podría ser independiente, como que no podría leer y escribir y tantas, tantísimas cosas.
Nada de lo que acabo de mencionar es necesariamente cierto. En la última década se han descubierto muchas cosas sobre estos niños sin duda muy especiales que rompen los esquemas que tenemos o que tenía yo, pues. Los niños Down sólo necesitan mucha más atención y muchísimo amor para ayudarlos a desarrollarse, a despertar su curiosidad e invitarlos a que aprendan lo que ellos quieran aprender, no necesariamente lo que nosotros queramos. ¿Qué será capaz de hacer? No lo sé aún. Como no lo sabe cualquier madre de un niño “normal”. Demasiadas cosas dependen para lograr su óptimo desarrollo. Como un ambiente en el que se sienta amado, que lo tiene; oportunidades para darle tratamiento especial durante muchos años, que quiero y puedo darle. No sólo yo, sino toda una familia que lo esperó y lo recibe con todo el amor del planeta.
Él está maravillosamente bien. Pese a que nació de manera prematura (o anticipada) pesó 2 kilos 950 gramos y midió 51 centímetros. Nació con un pequeñísimo soplo en el corazón que cerró de manera natural. Fuera de eso, hasta ahora, es un niño que hace bien su “trabajo de bebé”, como dijo yo: llora con muchas ganas, come muy bien, duerme con una placidez envidiable y le gusta su diario baño (siempre y cuando su madre, que a veces se ataranta, no se lo ponga demasiado caliente), hace sus terapias tres veces al día –como dos horas de ejercicio físico en total y ríe, hasta a carcajadas, con mucha facilidad.
No mentiré: sí fue un shock cuando me lo dijeron. Ningún estudio que me hicieron durante el embarazo apuntó a que Alan vendría con un reto adicional a la mayoría de los niños. La verdad es que nunca, siquiera, pensé que algo así me podría pasar.
Lo primero que me dolió fue mi ego, la verdad. Cómo yo iba a tener un niño “defectuoso” y cosas que ahora me parecen absurdas pero que sentí. Lloré mucho, por supuesto y no dudo que a lo largo de estos años por venir haya muchos otros momentos difíciles. Como me comentó en los primeros días una amiga entrañable, Ceci Loría: sentí lo mismo que una mamá de un niño Down dijo en un video que ella realizó en su gestión en Indesol: fue, al principio, llorar la muerte de un hijo que no era y nunca fue pero que soñé (duelo al fin) y enamorarme de el que tengo, del que ya está aquí y dulcemente dormido en mis brazos.
Creo que todos somos en gran parte, en determinante parte, producto de aquellos que han creído en nosotros. De lo que nos han dicho que somos capaces de hacer. Por lo menos eso lo creo con respecto a mí: sin la disciplina y el cariño de mi madre y también de mi padre, de los ánimos de mi hermana, de su confianza en mi y de toda mi familia en general, sin la confianza y cariño que en mi han depositado muchos amigos (más de los que creía tener, ahora lo sé), de los maravillosos jefes que he tenido en mi vida, mis fuentes, mis lectores que me retan siempre simplemente no sería lo que soy hoy.
Así pues, yo creo en Alan. En que hará lo que quiera hacer, así de fácil. Igual nos tomará un poco o un mucho más de tiempo, pero estoy dispuesta a dar, junto a él, esa y muchas guerras. Yo no lo limito, ni lo veo diferente: él es él y punto. Es diferente a los demás niños, pero también no hay niño que se parezca a otro ni ninguno que llegue exento de alguna problemática. El tiene “síndrome de Down”, bueno, también podría tener los pies chuecos, qué se yo. Lo único que me resta es poner mi corazón en amarlo y dedicarme con ahínco en la tarea de ayudarlo a desarrollarse.
Sin duda que aprenderé muchas cosas de Alan. Aprenderé sobre paciencia y disciplina; aprenderé a sortear, enfrentar y trabajar por parte de la sociedad que aún malmira a los niños y a las personas con algún tipo de discapacidad. Me toca, además, por ser periodista, comunicar lo que sé. Ya encontraré cómo y en dónde.
Aprenderé cosas que ni siquiera sé que voy a aprender. Él será, ya es, mi maestro.
Han pasado los días y conforme pasa el tiempo y lo miro y reflexiono me doy cuenta de muchas cosas.
Primero que siento una paz que no creía que existiera. Que dentro de mí existe una confianza, alegría y optimismo que también se desborda. Tengo la absoluta certeza de que todo pasa por algo aunque quizá en su momento no sepamos por qué. Que todo lo que nos pasa en la vida es para que algo aprendamos, quizá para otra vida… Y que aunque somos seres muy frágiles que estamos expuestos a todo y que en muy poco decidimos, sí podemos escoger algo importante: cómo tomar las cosas. Aunque haya momentos difíciles siempre podemos optar por la alegría o la pesadez, por ejemplo.
Yo tomo la llegada de Alan a mi vida (a sus vidas, también, si así lo quieren ustedes) con una gran alegría y también como una enorme bendición.
Por lo pronto cuento con una gran aliada. Una mujer excepcional que eso y más ha sido a lo largo de toda mi vida: mi madre, Gloria. Le agradezco con todo el corazón su amor y entusiasmo de abuela y de maestra en esta aventura reloaded llamada Alan.
Ella, que sólo venía a quedarse con Alan y conmigo dos meses de su vida, ha decidido cambiar de coordenadas. Se viene de Puebla de los Ángeles a vivir a México para participar activamente en su crecimiento. No sólo eso, sino que, como maestra que es, ya está estudiando ella también, junto con una amiga, Barbara Hojel, en elaborar materiales o algún libro destinado a padres de niños con Down para que sepan mejor cómo estimularlos y ayudarlos a desarrollarse. Eso me permitirá a mi seguir teniendo tiempo para dedicarme al trabajo que amo y que ahora, como la madre de  cualquier otro niño o más, haré con mas entusiasmo que nunca. Por él y por mí.
Muy al principio de que nació Alan, un par de amigas me preguntaron qué debían de decir cuándo les preguntaran por Alan. Les comento lo que les contesté: que dijeran con toda naturalidad lo que es: que es un niño diferente, que estoy dispuesta a trabajar mucho con él, que estoy contenta y que los dos estamos bien, muy bien.
Es nada más que la verdad. Soy una orgullosísima madre soltera por elección con un niño que, además nació con un regalo llamado “síndrome de Down”. Y qué.
También les dije que si alguien les comentaba cosas como “Pobre Katia” o “Pobrecito niño”, les dijeran que no. Eso, creo es lo peor que podría inspirar: una suerte de lástima. Espero que nadie que lea esto sienta lo mismo. Y si es así, pues los invito a que lo vean diferente: como la invitación que recibí a una vida con mayores retos y ya. No me siento “pobre” en lo más mínimo.
Mi madre, cuando le comenté esto tuvo una frase muy chistosa: “¡Pobres las lagartijas!”, dijo casi con indignación y una mueca muy chistosa. Me hizo gracia y pues sí, pobres lagartijas… aunque bien a bien no sé porqué. Ellas tan felices que están al sol. Quizá las estamos discriminando, ¿verdad?
Les mando a todos un beso.

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